Durante unos años estuve yendo al Instituto de La Laguna en unas guaguas renqueantes, rojas y blancas, de techos de madera, por los que se filtraba el agua a poco que lloviera, en unos inviernos de los de verdad y que ya han desaparecido. Los chaparrones eran consistentes y se veía correr el agua con fuerza por calles, barrancos y atarjeas, mientras los limpiaparabrisas funcionaban con brío y el aire entraba por las rendijas del chasis. Había trechos en la carretera donde se formaban enormes charcos de agua y lodo y las guaguas debían pasar con precaución. Muchas veces, si las ventanillas estaban subidas, no había forma de bajarlas y debíamos cambiarnos de asiento, so pena de enchumbarnos en un santiamén.

Con calor, el motor desprendía un entusiasmo veraniego, la temperatura subía estando cerca, y teníamos que alejarnos de él, entretanto el conductor manejaba la enorme palanca de cambios como si fuera una vara mágica de pomo redondo y educado comportamiento.

El tramo por el que más me gustaba pasar era bajo un arbolado de álamos que semejaba un bosquecillo con duendes, magos y hadas. Así fuera al ir o al venir, El Reventón –así llamado- tenía una magia indudable.

El envés plateado de las hojas, los numerosos troncos erguidos buscando la luz, la espesura de las ramas que casi fabricaban un túnel y la pequeña colina desde donde la fronda contemplaba nuestro paso, ajeno a estudiantes que, como yo misma, lo transitaban un par de veces al día.

Ese bosquecillo –en el que también hay jóvenes acacias y algunos algarrobos y alcornoques- permanece aún, aunque ahora más frágil al estar entre la carretera y la autopista y, además, con una enredadera feroz que va ahogando con saña, troncos y ramas, entretanto disimula su fiereza con bonitas flores azules. Estaría muy bien que esta entrada a Tacoronte, fotografiada y pintada numerosas veces a lo largo del tiempo, conservara su naturaleza medio salvaje, antes de que algún iluminado se dedique a talar los árboles, por cualquier razón peregrina, incompresible y criminal, como ha ocurrido hace pocos días con el hermoso ejemplar de plátano de Indias, precisamente a pocos metros de esta zona. No creo que limpiar los árboles para que respiren adecuadamente sea una labor difícil ni de elevado coste económico.

En tiempos en que la Naturaleza padece continuos desmanes, después de habernos donado tanto durante milenios, estaría muy bien cuidar y proteger zonas como esta. Nada de parques ni senderos, solo unos mimos, una mirada de atención a quienes nos han servido en silencio y con magnanimidad. Que las hojas de los álamos refuljan con la gracia que solo ellas saben, para regocijo de quienes transitamos bajo su sombra.

Virginia González Dorta

24 de julio de 2020

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Jaime A. Quintero Ravelo

Miembro de la asociación Tacoronte Participa como vecino de Tacoronte, voluntario de emergencias, gamer, influencer y bloguero con mucho amor. Apasionado en el mundo de la informática e Internet, y sobre todo siendo radioaficionado que las ondas de radio no tienen límite ni barrera que intente superarle.